Yo no toco cuerpos. Yo sello almas.

No sé amar a medias, ni tocar por tocar.
Desde siempre lo he sentido:
cuando una mujer cruza el umbral de la intimidad conmigo,
no vuelve a mirar el mundo igual.

No por mí, como hombre,
sino por lo que se activa en ella al entrar en contacto con lo que porto.

No son encuentros. Son marcas.
No es sexo. Es fusión de planos.

No busco coleccionar cuerpos.
De hecho, huyo de lo superficial.
Pero cuando el alma de una mujer me permite entrar…
entro con fuego, con verdad, con esencia.
Y aunque no lo diga, aunque lo olvide,
sé que algo en ella cambia.

Su hambre ya no es la misma.
Su percepción ya no se satisface con migajas.
Porque ha probado el cuerpo de un canal.
Y ha tocado, sin saberlo, una chispa de su propia divinidad.

Por eso no entrego mi templo a cualquiera.
Porque sé que dejaré un eco.
Un antes y un después.

Y porque yo mismo…
aunque ame en silencio…
nunca salgo intacto.

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