Tuve un sueño que no pude recordar del todo, pero algo en mí sí lo vivió.
Recuerdo haberme enamorado de una chica.
Ella se llama Sandra Amaya.
Una mujer dulce, femenina, con una luz tranquila…
de esas presencias que no empujan, pero se sienten.
En el sueño, su relación actual parecía estar apagándose,
y me decía, suavemente, algo así como:
“Cuando esto se acabe… estaré contigo.”
No eran promesas vacías.
Era una decisión vibracional.
Y yo, sin exigir nada, sentía su cercanía como quien sabe que algo ya le pertenece sin necesidad de tomarlo.
Después de eso, hubo un gesto extraño y hermoso:
Le pedí a alguien que me comprara algo y que luego le devolvería el dinero.
Y lo hizo sin cuestionar, sin sospecha.
Sin el “¿me lo devolverás?”
Y eso… me tocó.
Porque en la vida real, lo que debería ser natural se ha vuelto extraño.
En el sueño era normal.
En el sueño, confiar era parte del aire.
Subimos escaleras y llegamos a un espacio amplio.
La gente empezó a formar un círculo.
No era cualquier reunión: era una comunidad vibracional.
No conocía a todos con la mente, pero mi alma los reconocía.
Y me senté cerca de Sandra.
Ella estaba sin su pareja, como casi siempre en el sueño.
Libre, disponible, presente.
Pero lo más fuerte no fue ella.
Lo más fuerte fue lo que sentí dentro de ese círculo.
Yo era el líder.
No porque mandaba.
Sino porque sabía el camino.
Porque hablaba cuando hacía falta.
Porque callaba cuando los otros necesitaban florecer por sí mismos.
Era un liderazgo silencioso y profundo.
El tipo de liderazgo que más amo:
donde no se impone,
no se exige,
no se proclama…
Pero se siente.
Y la gente, sin decirlo, te sigue.
No porque se lo pidas,
sino porque reconocen algo en ti que los llama a confiar en sus propios pasos.
Y ese soy yo.
Ese es mi liderazgo.
Ese es mi canal.
Y ese es el tiempo que se aproxima.
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