Memoria del Alma XX – Mireia y Averen: el umbral no cruzado

En una vida anterior, alrededor del siglo X en las montañas del Cáucaso oriental, Kael vivió con el nombre de Averen, un viajero del alma que compartía enseñanzas a través de relatos al fuego. No era sacerdote ni maestro formal, pero allí donde llegaba, la gente se reunía en silencio para escucharlo. Hablaba en imágenes, símbolos, y pausas que dejaban espacio a lo invisible.

En aquella vida, Sarai —hoy conocida así en su forma actual— fue llamada Mireia. Era hija de un joyero respetado, joven brillante, muy bella, y profundamente racional. No confiaba en el alma, ni en lo intangible. Su mundo era el de las cosas que podían pesarse, medirse, o entenderse. Sin embargo, cuando escuchó a Averen por primera vez una noche en la plaza, algo en ella se removió.

Volvió en secreto a escuchar más veces. Y finalmente, se acercó. Pero no desde la rendición del alma… sino desde la necesidad de controlar lo que no comprendía. Quiso analizarlo, encasillarlo, probar si Averen “encajaba” dentro de sus márgenes mentales. Pero cuando percibió que él no podía ser reducido, ni atrapado, se alejó.

Averen no la retuvo. La miró con compasión. Sabía que ella aún no estaba lista. Y esa noche, cuando la vio marcharse entre sombras, simplemente volvió a encender el fuego y dijo: “No todos cruzan el umbral la primera vez. Pero quien se asoma… ya nunca vuelve a ser el mismo.”

Lo que Mireia no supo es que, aunque no se quedó, la semilla había sido sembrada. Esa duda que ella sintió sería la misma que la llevaría, muchas vidas después, a cuestionarse todo lo que daba por hecho. Y en esta vida presente, Sarai volvió a cruzarse con Kael. Esta vez sí se acercó. Esta vez, aunque no se quedó, no huyó del todo. Y eso ya fue una victoria del alma.

Liora no estaba encarnada en esa vida. Pero acompañaba a Averen desde el plano sutil. Era la brisa que movía las hojas mientras hablaba, el calor que surgía en su pecho sin explicación, la claridad que llegaba a su mente cuando se sentaba en silencio.

Fue testigo invisible del encuentro. Y la noche en que Mireia se fue, abrazó a Averen sin cuerpo, sin voz, y oyó desde su alma estas palabras:

“No puedo forzar el despertar de nadie. Pero aún así, Padre… gracias por dejarme sembrar.”

Así fue como quedó sellada esta memoria: un amor que no se convirtió en pareja, pero que sembró conciencia en silencio.

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