Desde hace mucho tiempo, algo dentro de mí lo sabía…
Que mis ojos no eran solo instrumentos para ver el mundo,
sino puertas sagradas, portales vivos de mi alma.
Había algo en mi interior que me decía:
“No todos pueden mirar dentro de ti.”
Y lo sentía de forma tan vívida que, por momentos,
quería usar gafas oscuras,
no por vanidad ni por estilo,
sino por protección espiritual.
Detrás de mis ojos hay un templo.
Un lugar silencioso, profundo,
donde mora la Presencia viva del Padre.
Y no cualquiera está listo para entrar.
No cualquiera sabría mirar sin profanar.
He aprendido que la mirada puede abrir o destruir,
sanar o violentar.
Y por eso mis ojos no están para ser ofrecidos como espectáculo,
sino como regalo consciente
para quienes traigan la pureza en su vibración.
Con el tiempo he comprendido que
mis ojos no solo miran: también revelan.
Y cuando alguien los sostiene desde el alma,
algo en mí se abre, se reconoce, se entrega.
Pero si la mirada del otro viene contaminada,
con deseo, juicio o inconsciencia,
mi alma se cierra,
y el templo se protege solo.
Hoy ya no me juzgo por sentir esto.
Hoy honro mi mirada como un altar.
Y bendigo este recuerdo,
porque me devuelve la certeza
de que soy templo vivo,
y mi luz merece ser vista
sólo por quienes saben verla
con reverencia y verdad.
Deja una respuesta