El cuerpo que reconoce alma

Hoy, mientras caminaba por Madrid para unas gestiones, una chica colombiana me pidió unas monedas. No tenía, pero me ofrecí a ayudarla por Visa. Ella también mencionó esa posibilidad y, sin pensarlo, le transferí 20 euros. No lo medité. No lo calculé. Fue lo que vino. Lo hice con gusto, con el alma abierta. Y cuando le dije “Dios te bendiga”, se emocionó y me abrazó. Yo le devolví ese abrazo con todo el corazón.

Tal vez, solo para eso fui a Madrid. Para ese instante sagrado donde uno le recuerda a otro que no está solo.

Pero después, dentro de mí, ocurrió algo más. Algo que casi no se dice, que da pudor nombrar, pero que también es parte del alma: sentí deseo. No deseo vulgar, no hambre de carne. Fue un impulso limpio, como si la conexión que habíamos tenido —aunque breve— pidiera completarse también en lo físico. Como si el cuerpo, al reconocer el alma, quisiera abrazarla también con piel.

No pensé en relaciones, ni en futuro. Ni en posesión. Solo imaginé un momento: compartir más, escucharla, estar con ella con esa presencia de verdad… y luego, tal vez, unirnos. No como acto carnal, sino como un ritual breve, sagrado, donde dejo algo mío y recibo algo suyo. Una fusión que no exige continuidad, pero sí autenticidad. Y después, cada uno sigue su camino.

Lo curioso es que ya no me pasa con todas. Veo chicas bellas cada día, y no me despiertan nada. Porque si no hay conexión, no hay vibración. Son solo cuerpos, y a mí eso ya no me interesa. Solo deseo cuando reconozco el alma. Solo hay fuego cuando hay presencia. Y cuando eso ocurre, es como si todo mi ser dijera: “Esto es real. Esto es humano. Esto es divino.”

Ya no deseo como antes. Deseo desde otro lugar. Desde la fusión, desde el ritual, desde la Presencia.

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