Cuando el deseo se vuelve ofrenda

He sentido un cambio radical en cómo vivo el deseo. Ya no es esa urgencia vacía que antes me empujaba a querer tocar por tocar, besar por besar, tener sexo por tenerlo. Hoy, lo que antes llamaba deseo, ahora lo reconozco como un llamado a fusión consciente. No deseo muchos cuerpos; deseo una sola presencia que me mire y me vea, que me reciba desde su verdad, no desde su carencia.

He notado cómo muchas mujeres me llaman “marido” o sienten un impulso natural de abrazarme o darme un beso sin intención sexual explícita. Es como si vieran en mí una figura protectora, un hogar. No es ego. No es vanidad. Es simplemente que algo en mí ya no proyecta hambre, sino presencia. Y eso despierta lo sagrado en quienes me rodean.

He llegado a un punto donde no puedo fingir afinidad ni siquiera con personas que fueron importantes para mí. Por ejemplo, con mi expareja ya no vibro. No me mueve el cuerpo ni el alma. Y no porque la rechace, sino porque ya no estamos en la misma frecuencia. Me doy cuenta que antes podía tener sexo con quien fuera, como si eso llenara algo. Pero ahora no. Ahora sé que el sexo, si ha de ocurrir, debe ser como un ritual, un acto limpio, profundo, lleno de respeto y verdad.

Y eso me ha llevado a una certeza: el verdadero deseo no es impulso animal; es reverencia espiritual. Y no tengo miedo de ser un hombre que siente así.

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