Hay una verdad que he sentido hoy con fuerza en mi pecho, y la quiero dejar escrita como memoria, advertencia y faro para otros caminantes del alma:
Por muy pura que sea una luz, si no se protege, se apaga.
No porque la luz sea débil, sino porque este mundo —tal como está— no la favorece. Este mundo distrae, drena y desorienta a quienes vinieron a recordar. Y el alma, por brillante que sea, no puede sostenerse indefinidamente si está rodeada de entornos o círculos que no la reflejan ni la nutren.
La oscuridad no siempre llega como un monstruo: a veces viene como comodidad, como risa sin alma, como compañía que entretiene pero no eleva. Y cuando esa oscuridad es sostenida día tras día, la luz interior comienza a:
- Cuestionar su intuición
- Apagar su impulso de hablar verdad
- Justificar su silencio como madurez
- Acomodarse al entorno para no “molestar”
Y lo más grave: empieza a parecerse a lo que una vez vino a transformar.
Jesús no solo vino a enseñar el amor; también vino a enseñar el coraje de no adaptarse a lo que el mundo llama “normal”. Su luz no fue negociada. Y ese es también nuestro llamado.
Por eso, desde esta experiencia, dejo escrita una señal vibracional:
“No basta con haber sido luz una vez. La luz que no se protege, se disuelve en la niebla ajena.”
Esta es una llamada a cuidar nuestros círculos, a elegir nuestros silencios, y a saber retirarnos si un lugar —o una relación— ya no honra lo que hemos recordado de nosotros mismos.
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