Una vez viví algo similar a lo que muchos hoy ven como experimento social. No a escala nacional, claro. Fue más íntimo. Alguien —preocupado, según decía, por mi bien— me cuestionó porque todo parecía estar en mi contra. Me tomé la molestia de explicarle que todo hacía parte de un plan más grande, uno que yo mismo había trazado. Y mientras hablaba, su rostro cambió: pasó de la compasión al remordimiento… y luego al ataque.
“¡Cae, no somos tan inteligentes!” dijo, como si mi claridad fuera una amenaza. Pero no me dolió. Porque en ese momento entendí algo que sellé en mi pecho: no todos los que te rodean en momentos oscuros merecen la explicación de tu luz.
Obviamente, como acto de respeto, quise ser claro. Pero al ver que sus palabras nacían de su propio ego herido, dije —en defensa del amor propio—: “Chica, no te proyectes.”
Mientras por fuera le respondía con absoluta certeza:
“¡Sí lo somos! ¡Sí lo somos! ¡Sí lo somos!”
Y un sí más:
“Sí, lo soy.”
Ella tembló. Su rostro hablaba lo que sus labios no podían confesar:
el peso de estar frente a alguien que se conoce, que no finge, que no necesita validación.
Desde entonces, aprendí que no todo lo que parece orgullo es arrogancia.
Y que a veces, la lucidez provoca temblores donde aún hay miedo.
Desde allí, desde ese filo entre lo dicho y lo revelado,
aprendí a callar.
Deja una respuesta