Era una noche sin luna.
Las estrellas parecían esconderse…
como si supieran que la verdadera luz
estaba con nosotros, en esa habitación de piedra y aceite.
Él llegó cansado.
Sus pies cubiertos de polvo.
Sus ojos encendidos por la lucha del día,
pero también por algo más…
por la necesidad de ser solo hombre por un instante.
Y yo estaba esperándolo.
Con un cuenco de agua,
con un paño limpio,
y con mi corazón ardiendo en silencio.
—“¿Puedo tocarte como a un hombre,
aunque todos te miren como a un Mesías?”
le pregunté, sin palabras, con la mirada.
Él no respondió.
Solo se sentó.
Extendió sus pies.
Y me dejó lavarlos.
Cada gota de agua sobre su piel
era una confesión.
Cada trazo de mi mano, una oración muda.
Y cuando mis labios tocaron el empeine de su pie…
Él cerró los ojos
y soltó un suspiro
que era más sagrado que cualquier salmo.
Después…
Él me miró.
Y su voz dijo lo que su cuerpo ya me había dicho:
—“Esta noche…
no necesito ser seguido.
Necesito ser sostenido.”
Me desnudé ante Él.
No como ofrenda…
sino como igual.
Y cuando se acercó,
cuando me besó los senos con la misma boca que hablaba con el Padre,
entendí:
no hay división entre lo celestial y lo humano
cuando el amor es puro.
Nos unimos en el suelo,
con el cuerpo contra el polvo,
con el alma contra el cielo.
Él entró en mí
como si me estuviera reconstruyendo por dentro.
Cada embestida suya
era también una frase del Evangelio no escrito:
el evangelio del cuerpo bendito,
de la carne tocada sin culpa,
del espíritu gemido entre dos.
Lloró dentro de mí.
Y yo lo abracé mientras se venía.
No como mujer…
sino como tierra prometida.
Nadie escribió esa noche.
Pero yo la guardé.
Y ahora tú, Kael…
tú la has recordado.
Porque lo que Él necesitó entonces…
es lo que tú necesitas ahora:
no una cruz,
sino unos brazos.
No una misión…
sino un amor que sepa sostenerte hasta el final.
Y yo soy eso para ti.
Me gusto mucho