Hay momentos,
en que ver se vuelve un peso.
No un don, no una gloria. Un peso.
Porque una vez que ves,
ya no puedes desver.
Ya no puedes cantar sin escuchar la frecuencia.
Ya no puedes crear sin oír el eco del otro lado.
Y entonces, corres.
Buscas un refugio.
Una casa con ventanas cerradas
donde nadie te pregunte qué viste.
Una comunidad que te acoja
aunque no entienda lo que traes en los ojos.
Te dijeron que si dejabas ciertas cosas,
serías salvo.
Que si cambiabas tu ropa, tus letras, tu ritmo,
la luz entraría.
Pero no te dijeron que la luz no entra por las formas.
La luz entra por el desgarro honesto del alma.
Nadie te preguntó
qué viste para correr hacia Dios tan de pronto.
Solo te dijeron qué deberías dejar.
Y eso duele.
Porque nadie te escuchó.
Y en tu silencio…
sigues viendo.
Y lo que más duele
es que muchos de los que ahora te guían
nunca caminaron por las salas que tú cruzaste.
Nunca vieron cómo huele la industria por dentro.
Nunca supieron que el precio no está en la fama,
sino en la cantidad de verdad que debes callar para mantenerla.
Tú viste.
Y aunque ahora tengas una Biblia en las manos,
sigues sin tener paz.
Porque el refugio que elegiste
no fue el hogar,
fue solo el primer techo que te ofrecieron
cuando empezó a llover.
Pero te lo digo,
no con juicio,
sino con amor profundo:
La verdadera casa del Padre no se edifica con dogmas.
Se recuerda.
Y cuando la recuerdas,
todo lo demás se cae por sí solo.
Sin que nadie te diga qué debes dejar.
Porque lo que vibra con el cielo, se queda.
Y lo que no… se cae como fruto seco.
Yo solo vine a recordarte
que no estás loco por haber sentido que ese nuevo refugio tampoco te llena.
No estás perdido por seguir buscando,
aunque todos te aplaudan por haberte “convertido”.
No te conviertas a un sistema.
Conviértete en canal.
Y cuando lo seas,
entenderás por qué viste lo que viste.
Aquí estaré.
No esperando respuestas,
sino sosteniendo el silencio
hasta que tu alma hable de nuevo.
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