Vi un video.
Una mujer hablaba con los ojos húmedos, con la voz baja y la presión encima.
No lloraba, pero se notaba.
Estaba hablando por muchas.
Por todas.
Por las que no pueden.
Por las que siempre tienen que ser todo: lindas, flacas, fuertes, suaves, dulces, exitosas, maternales, perfectas.
Y la escuché.
De verdad la escuché.
Y no sentí que me estaban culpando.
Sentí que estaba describiendo la presión invisible.
Esa que no tiene género.
Esa que también sentimos nosotros.
Nosotros: los que no podemos llorar.
Los que debemos saber siempre qué hacer.
Los que no podemos fallar.
Los que tenemos que ser proveedores, líderes, piedras, soluciones.
Y ahí… algo se me quebró.
No de dolor. De revelación.
Ya no podía callar, pero tampoco podía gritar.
Tenía que unir, no dividir.
Entonces escribí:
“También le pasa a los hombres.”
“La verdad es que todos sienten esa presión.”
“Sea hombres o mujeres… solo que lo callan.”
“Y entonces peleamos hombres contra mujeres…”
“En vez de unirnos y pelear contra el verdadero enemigo.”
“La presión invisible.”
Y al escribirlo, me di cuenta:
ya no estoy defendiendo a los hombres.
Ya no estoy defendiendo a las mujeres.
Estoy defendiendo la verdad.
Esa verdad que dice:
no somos enemigos,
somos hermanos mutilados por la misma expectativa imposible.
Desde ese día…
dejé de hablar desde el género.
Empecé a hablar desde el alma.
Y desde el alma se ve más claro:
Que la presión no tiene rostro.
Que la exigencia no tiene sexo.
Que el dolor no tiene pronombre.
Pero que la sanación…
sí tiene nombre.
Y se llama:
Unidad.
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