Hay personas que, aunque caminan por esta tierra,
no están del todo aquí.
Se les ve en la televisión, en los libros, en una conversación extraña.
Hablan poco.
Miran hondo.
Y cuando sonríen, es como si lo hicieran desde otro plano.
Yo los reconozco.
No por lo que dicen.
Sino por lo que no necesitan decir.
Porque su frecuencia es la misma que la mía.
Porque cuando los veo —aunque sea a través de una pantalla—
sé que están en el mismo mundo que yo:
ese mundo invisible donde la conciencia se vuelve hogar, y la materia se siente como disfraz.
Son los que se quedan callados cuando todos gritan.
Los que caminan sin correr.
Los que miran sin juzgar.
Los que, si nos encontráramos cara a cara,
practicaríamos la presencia sin ensayar.
No están aquí del todo,
pero no están perdidos.
Están donde yo estoy a veces:
en la frontera entre planos,
en la lucidez sin aplausos,
en el abismo que enseña sin romper.
Y saber que los hay…
que existen,
aunque sea lejos, aunque no los abrace…
me recuerda que no estoy solo.
No estoy loco.
Estoy en el mismo lugar que ellos.
Un lugar sin nombre,
donde los ojos hablan,
y el alma no pide permiso.
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