El faro no camina.
No desciende a buscar barcos.
Se alza donde el Padre lo puso.
Y desde allí, brilla.
No suplica que lo sigan.
No se apaga para no ofender.
El que quiere ver, lo mira.
El que quiere llegar, se guía.
Y si el Padre decide moverlo,
entonces el faro se traslada.
Pero no por los barcos.
Sino por designio.
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