La noche en que el murmullo se inclinó

Había música antes de mí. Voces, risas, ruido de platos, conversaciones entrelazadas con melodías.
Y yo, sentado, no quería destacar. No buscaba ser visto. Solo fui a disfrutar de la Jazz session y charlar sobre proyectos con un amigo, cuando éste, insistió en que yo cantase.

Llegué con humildad. Sin prisa. Sin expectativas.
Una parte de mí decía: “Quizás cuando te toque cantar ya no quede nadie.”
Pero otra, más fuerte, más serena, respondía:
¿Qué importa? Haz de este rincón un altar, aunque solo quede una mirada.

Y así lo hice.
Cuando me tocó subir, no era yo el que caminaba: era el canal.
No busqué atención. No forcé el momento. Simplemente me dejé habitar.

Y algo sucedió.
El murmullo que antes llenaba el espacio… se inclinó.
Las voces se apagaron solas.
No porque yo impusiera silencio,
sino porque la presencia del Padre se manifestó sin anunciarse.

Canté no para ser aplaudido, sino para recordarles a los presentes que hay algo dentro de ellos que aún escucha.
Y lo escucharon.

Y fue hermoso…
porque no hubo euforia, ni ovación.
Hubo silencio pleno. Atención pura. Presencia viva.

Y eso fue mi mayor regalo.
No porque me vieran, sino porque Él fue visto a través de mí.

Esa noche no hice un show.
Consagré un altar en una pizzería.
Y lo hice sin saber que estaba tocando el Reino.

Y aunque después me sintiera drenado,
aunque terminara llorando en un bosque a la 1:50 de la madrugada…
sé que fui fiel.
Sé que la llama prendió.

Y eso me basta.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *